LA EVALUACIÓN EN LA AGENDA 21 ESCOLAR DEL PAÍS VASCO
José Manuel Gutiérrez Bastida - Ingurugela Bilbao
Si entendemos la educación ambiental o para la sostenibilidad como una educación integral, pero enfocada a un ámbito específico –como puedan ser las problemáticas medioambientales-, entendemos la evaluación como un elemento imprescindible de los procesos educativos dedicados a dicho ámbito. La evaluación en educación ambiental, desde el punto de vista de la necesidad de valorar los programas que se ponen en marcha, es tenida en cuenta desde sus primeros momentos tal y como indican diversos documentos.
Así, la Carta de Belgrado (1975), en el Objetivo 5 de la Educación Ambiental define: «Capacidad de evaluación. Ayudar a las personas y a los grupos sociales a evaluar las medidas y los programas de educación ambiental en función de los factores ecológicos, políticos, sociales, estéticos y educativos» (UNESCO, 1976).
En la Estrategia Internacional de Educación Ambiental, adoptada en el Congreso Internacional de Moscú (1987), el punto 46:
«Es esencial llevar a cabo una investigación sistemática a la hora de evaluar la efectividad real de los procesos educativos y de capacitación, con vistas a acometer, si fuera necesario, los reajustes necesarios en orden a mejorar su eficacia. Los métodos de evaluar los resultados educativos que implican la simulación de temas medioambientales y indicadores prácticos al actuar sobre una actuación medioambiental son los más adecuados al evaluar la complejidad de habilidades -más allá de las cognitivas- que la educación ambiental debería ser capaz de inculcar. Estos métodos implican capacidades de toma de decisión, habilidades para la resolución de problemas, la capacidad de planificar actuaciones e inducir valores capaces de configurar actitudes individuales y de grupo, favorables al medioambiente.» (UNESCO-UNEP, 1987).
El Programa 21, agenda de trabajo salida de la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro (1992) afirma que:
«Se debería alentar a las organizaciones regionales y las autoridades nacionales a que elaborasen programas y oportunidades paralelos análogos analizando la forma de movilizar a los distintos sectores de la población a fin de evaluar y encarar sus necesidades en materia de educación sobre el medio ambiente y el desarrollo» (MOPT, 1993).
Para autores como Bennett (1993): «La evaluación […] consiste en juzgar el valor de su programa de educación ambiental –sus objetivos, finalidades, o resultados (su efectividad), y sus procesos, medios y formas de realizar su cometido con recursos limitados (eficiencia)–».
La Conferencia Internacional sobre Medio Ambiente y Sociedad: Educación y conciencia pública para la sostenibilidad, realizada en Salónica (1997), en su declaración final solicita: «Que se suministre apoyo a la investigación relativa a los métodos de enseñanza interdisciplinar y la evaluación del impacto de programas educativos pertinentes» (UNESCO, 1997).
Desde un punto de vista más funcional, Tilbury (1998) afirma que:
«La evaluación en Educación Ambiental no sólo es importante para valorar los éxitos obtenidos por los programas que se aplican sino que también sirve como un instrumento de desarrollo que puede mejorar la calidad y eficacia de este campo de la educación. También sirve para enfocar o reorientar programas estratégicamente así como a documentar la importancia de invertir en este proceso todavía hay que convencer a muchos para que inviertan en Educación Ambiental como un proceso de cambio social».
La evaluación debe ser un mecanismo integrado en el propio proceso educativo, formando parte intrínseca del mismo, y tener un valor multidimensional que se resume en valorar los resultados y realizar mejoras en el proceso.
[...]
Leff (2006) parte de que «La crisis ambiental es el signo de una nueva era histórica. Esta crisis civilizatoria es ante todo una crisis del conocimiento», y por ello llama a repensar el mundo y la condición humana en la era posmoderna. En este contexto «la educación ambiental pretende ser agente de una transformación social necesaria para la supervivencia del planeta, y debe aceptar la necesidad de transformarse a sí misma en cuanto que está impregnada de esa cultura que está tratando de modificar» (Mayer, 2006). La educación ambiental no es un simple cambio de comportamiento o poner papeleras de colores, es una compleja herramienta de cambio social que busca la sostenibilidad en una sociedad insostenible.
En el centro escolar, la educación ambiental no puede ser entendida como una carga extra para los ya saturados tiempos, currículos y programaciones; más bien al contrario, pide ser enfocada como una oportunidad de mejora para el proceso de enseñanza-aprendizaje, para la integración y la coherencia y para ofrecer innovaciones educativas valiosas para el centro y alternativas sostenibles a su entorno.
Sin embargo, a más de 30 años de su surgimiento las experiencias de educación ambiental ofrecen caras muy diversas. Desde las ancladas en la relación exclusiva con la naturaleza, a la de programas de complejas estructuras organizativas y de funcionamiento que fomentan activamente la transformación social. Desde este punto de vista se convierte en necesario distinguir las buenas experiencias para ofrecer modelos y maneras de hacer que puedan ser adaptadas a otros contextos socioculturales. Esto «no afecta sólo al concepto de educación o al de educación ambiental, sino también a los conceptos a menudo implícitos de calidad y de modalidad de evaluación adecuados para identificar, apreciar y juzgar esta calidad» (Mayer, 2006).
Un centro educativo hacia la sostenibilidad es una comunidad escolar que provoca la construcción de nuevas formas de ver nuestro futuro común, que forma parte de una cultura de la complejidad, que utiliza el pensamiento crítico, que aclara valores, que vive y siente el medio ambiente y que actúa responsablemente. De esta manera ofrece una educación innovadora donde se revisan la organización, el funcionamiento, la gestión, la participación democrática, las áreas, la metodología y el papel del profesorado, y que fomenta, en consecuencia, la colaboración en redes locales, regionales o globales (Breiting, Mayer y Mogensen, 2005).
La evaluación, concebida como reflexión, valoración y mecanismo de mejora sobre los procesos realizados, es un componente esencial de los complejos fenómenos que afronta la educación para la sostenibilidad. En este sentido, la evaluación de la calidad se convierte en necesidad como garantía del sistema social y en salvaguardia del desarrollo de procesos centrados en la complejidad, en la diversidad, en la acción-reflexión, en la competencia ante los problemas medioambientales, en la perspectiva sincrónica y diacrónica… La evaluación de la calidad de los programas es un aval de que su desarrollo se focaliza hacia los objetivos finales de la educación ambiental.
La calidad como estándar de medida corre el peligro de la uniformización, del reduccionismo, de la excesiva mensurabilidad… que se tratan de superar atendiendo y dando la importancia necesaria al contexto. Además, en educación ambiental formal otro riesgo es que la materialización de cambios que supongan acciones o líneas de trabajo orientadas hacia la sostenibilidad no vayan acompañadas de mayor coherencia y cohesión interna en los centros escolares. Una evaluación de la calidad de las experiencias busca garantizar ambas.
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Si el texto ha generado tu interés la ponencia completa la encontrarás en: http://www.6iberoea.ambiente.gov.ar/files/Talleres2/nivel_primario/GUTIERREZ_BASTIDA.pdf
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