Resumen
Desde su origen en África, la historia de la humanidad es la historia de los desplazamientos de personas y grupos por todo el mundo. Movimientos que han dado lugar a la diversidad humana tal y como actualmente la conocemos. Una diversidad que, además de enriquecernos, puede ser también motivo de un sinfín de conflictos de diversa naturaleza en la medida en que depositemos sobre el “otro” diferente, nuestro temores y prejuicios. En la actualidad, millones de personas se ven forzadas a abandonar los territorios de los que son nativos por causas naturales o provocadas por otros seres humanos. Estas personas se ven en la necesidad de habitar esos “no-lugares” que son los campos de refugiados, o intentar acceder a sociedades más prósperas en las que encontrar una nueva oportunidad. De la capacidad de empatía de las sociedades de acogida depende en gran medida que las personas desalojadas de sus entornos vitales puedan construir una vida normalizada o se vean forzados a deambular de manera errática por las fronteras de la exclusión social. Educar la empatía de las generaciones más jóvenes puede contribuir a hacer de nuestro mundo un lugar más habitable, incluso para las personas que, habiéndolo perdido todo, esperan de la humanidad de la que forman parte el cuidado solidario que toda persona merece.
Palabras clave: Refugiados, acogida, humanidad, empatía, ética del cuidado.
.
Educating for empathy to build a caring humanity
.
Abstract: From its origins in Africa, the history of humankind is the history of movements of individuals and groups all over the world. These movements gave rise to human diversity as we know it today. This is enriching but it can also be the source of untold conflicts of various types insofar as we make the different ‘other’ the target of our fears and prejudices. Today, millions of people are forced to leave their native lands due to natural causes or causes created by other human beings. These people find themselves in need of inhabiting those “non-places” that are refugee camps, or trying to access more prosperous societies seeking new opportunities. The host societies’ capacity for empathy largely determines the ability of the people who have been forced to leave their living environments to either build normal lives or wander erratically along the borders of social exclusion. Educating the younger generations for empathy can contribute to making our world a more liveable place, even for people who, having lost everything they had, still expect that that humankind of which they belong will provide the supportive care that every person deserves.
Keywords: Refugees, host, humanity, empathy, ethics of care.
.
Todo empezó en otro lugar
Aunque sus datos estén siempre a la espera de ulteriores hallazgos, los paleoantropólogos datan el origen remoto de lo que hoy entendemos por “humanidad” hace varios millones de años (200.000 años si hablamos del homo sapiens) y lo sitúan en el corazón de África. A partir de ahí y mediante sucesivas oleadas motivadas por causas diversas y no siempre suficientemente conocidas, esos primeros homínidos fueron paulatinamente poblando el resto del planeta, dando así lugar a la rica diversidad de la que hoy disfrutamos.
¿Disfrutamos? Bueno, disfrutamos y padecemos. Porque esa mixtura que conforma el género humano ha sido motivo y coartada a lo largo de los siglos para las más variadas tropelías. El “otro”, el extraño, el diferente, es decir, cualquier persona para todas las demás, ha sido a menudo tratado como chivo expiatorio, despersonalizado, cosificado y expuesto ante “los propios” como causante de todos los males, como origen último de todas las amenazas. Es como si en todas las culturas anidara, más o menos aletargada, más o menos vigilante, una perversa necesidad de encontrar un “otro” que focalice los temores de la comunidad y oficie así como “cabeza de turco”. Proyectar sobre esas personas todos los males que a una determinada comunidad aquejan, actúa como una suerte de exorcismo que, sin resolver realmente ningún problema, parece ser tranquilizador.
Como dice García Canclini (2004), “la extrañeza de la otredad y el rechazo de su diferencia se forman a menudo al ir depositando en los demás caracteres que negamos en nuestra vida para proteger la coherencia de nuestra imagen”. Caracteres que, a menudo, no tienen ninguna relación real con las personas sobre las que se proyectan, que acaban encarnando estereotipos imaginarios que, sin embargo, tienen un impacto cierto en la realidad. En palabras de Amin Maalouf (1999),“es nuestra mirada la que muchas veces encierra a los demás en sus pertenencias más limitadas”.En parte porque, al parecer, necesitamos esa proyección, de manera más o menos inconsciente, para construir nuestra propia identidad, nuestra particular diferencia. Como dice Amartya Sen (2007),“la atribución de determinadas características a un grupo específico puede preparar el camino para la persecución y la muerte”. A lo que añade que “ver a una persona solo en términos de una de sus muchas identidades constituye una operación mental profundamente rudimentaria”.Investimos a los otros de identidades que resultan, en gran medida, de construcciones imaginarias que, sin embargo, tienen un impacto efectivo sobre la realidad. Un impacto con frecuencia negativo para la convivencia entre personas diferentes, porque reviste la realidad de un sinfín de fantasmas de los que resulta difícil desprenderse.
Sin embargo, a pesar de que la historia revela incontables barbaridades basadas en esta dinámica social y cultural, también podría escribirse una historia alternativa de la humanidad en la que se pusiera de manifiesto el enorme acervo cultural que la diversidad que nos caracteriza como especie ha generado. Además, no se trata de una riqueza estanca como la que puede verse en cualquier museo que albergue en sus diversas salas momentos petrificados de la historia de la humanidad o de una determinada cultura o país. Por el contrario, humanos y humanas del siglo XXI somos lo que somos como resultado azaroso de un aluvión de mezclas en las que ya resulta imposible discriminar la procedencia de cada rasgo. Y no solo desde el punto de vista físico, que también. La música que escuchamos; los libros que leemos; las personas con las que trabajamos o nos relacionamos presencialmente o a través de internet; los alimentos que llenan nuestros platos; las ropas que vestimos; los objetos que decoran nuestras casas…; en definitiva, las personas que somos, son fruto del mestizaje, de la impregnación de nuestras culturas “de origen” por todas aquellas otras culturas que, a través de una relación directa o mediada, van formando los cimientos en los que nuestra identidad se basa. Somos, como dice Amin Maalouf (1999), “seres tejidos con hilos de todos los colores que comparten con la gran comunidad de sus contemporáneos lo esencial de sus referencias, de sus comportamientos, de sus creencias”. Una afirmación compartida por Sen (2007), en la obra ya citada, cuando recuerda que “cada uno de nosotros puede tener, y tiene, diferentes identidades relacionadas con diferentes grupos significativos a los que pertenece de manera simultánea”.
Somos, en definitiva, resultado de incesantes mezclas. Y podemos crecer con tal riqueza o utilizarla como vía para desacreditar al otro y mitigar así nuestros temores, nuestras inseguridades.
Flujos migratorios y desplazamientos
La historia de la humanidad puede escribirse como la historia de las migraciones, de los desplazamientos provocados por las causas más diversas. En ocasiones se trata de motivos bélicos que obligan a poblaciones enteras a abandonar su lugar de origen y buscar nuevos emplazamientos para salvar la vida. En otras ocasiones nos encontramos ante movimientos provocados por causas económicas que llevan a las personas a abandonar el espacio que les es propio, su territorio de pertenencia, para adentrarse en lo desconocido en busca de mejores oportunidades para sí mismo y para los suyos, o para huir del círculo vicioso de la pobreza que atenaza a tantas comunidades en los más diversos lugares del mundo. En otras ocasiones se trata de persecuciones políticas en países con formas autoritarias de gobierno que hacen cuanto está en su mano para acabar con cualquier atisbo de protesta, llegando a cercenar de manera violenta cualquier amago de alternativa. En otras, en fin, son catástrofes naturales diversas las que están en la base de estos movimientos poblacionales. En todo caso, sea uno u otro el motivo, lo cierto es que, desde que comenzaran los primeros desplazamientos, la humanidad no ha parado de moverse. Sin estos flujos, a menudo de ida y vuelta, nuestra civilización actual resultaría incomprensible. Y, aunque aún no tengamos suficiente perspectiva para valorarlos, en más que probable que los desplazamientos actuales estén sentando las bases socioculturales de lo que será la humanidad en el futuro. Somos y seremos el resultado imprevisible de combinaciones infinitas favorecidas por los movimientos que nos constituyen.
No quiere esto decir que el hecho en sí de los desplazamientos sea una dinámica positiva. Más allá del concepto moderno de knowmad (Moravec, 2012), entendido como un profesional del conocimiento global que se caracteriza por una ubicación geográfica versátil sostenida sobre el uso privilegiado de las TIC, en la mayoría de las ocasiones los desplazamientos son forzosos, motivados, como hemos señalado, por causas sociales, económicas, políticas o naturales que obligan a adoptar una relocalización social. En su huida, buena parte de las personas que se han visto obligadas a desplazarse, particularmente cuando se trata de personas nativas de países empobrecidos, no encuentran un nuevo lugar en el que asentarse. Se convierten en auténticas nómadas, en el sentido de personas desarraigadas que se ven en la necesidad de moverse de un lugar a otro sin acabar de encontrar un nuevo hogar en el que reorganizar sus vidas y desplegar su potencialidad. En otras ocasiones se convierten en refugiados, y pasan a habitar en campos a los que cabe atribuirse la categoría de “no lugar” acuñada por el antropólogo francés Marc Augé (1993). Así lo afirma el propio autor cuando dice que “los no lugares son tanto las instalaciones necesarias para la circulación de personas y bienes (vías rápidas, empalmes de rutas, aeropuertos) como los medios de transporte mismos o los grandes centros comerciales, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los refugiados del planeta”. En el caso de las personas refugiadas se trata de “no lugares” que convierten la transitoriedad en una situación crónica, sin por ello adquirir rango de espacios de convivencia normalizada. La anormalidad que representa el hecho de habitar forzosamente un “no lugar” se acaba convirtiendo en una seña de identidad.
Quien hasta entonces era una persona dotada de una serie de características versátiles que la definían, y protagonista de diversos roles en sus redes sociales, pasa a convertirse en “persona refugiada”. Lo adjetivo (“refugiada”) pasa a convertirse en sustancial para su vida cotidiana y sus expectativas de futuro. Recordemos, en este sentido, que, como señala Augé en la obra citada, “el espacio del no lugar no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud”. Una visión en la que abunda Bauman (2008), cuando señala que, en los espacios habitados por las personas refugiadas, “los días se suceden vacíos uno tras otro sin perspectivas de futuro dentro del campo”. Como afirma Bauman, “es posible que la única industria pujante en los territorios de los miembros tardíos del club de la modernidad (ingeniosa y, con frecuencia, engañosamente denominados ‘países en vías de desarrollo’) sea la producción en masa de refugiados”.Personas refugiadas que, además de vivir un tiempo congelado en el que cada momento resulta terriblemente idéntico al anterior, encarnan un sinfín de estereotipos que los ciudadanos con vidas normalizadas proyectamos sobre ellas, de manera más o menos consciente.
En definitiva, cuando hablamos de refugiados nos encontramos ante una situación que puede describirse al menos por las siguientes características:
Personas o grupos que se ven obligados a dejar atrás sus lugares de origen para huir de condiciones de vida insoportables o incluso de amenazas ciertas de maltrato o muerte.
Personas o grupos que, en su diáspora, vagan de unos campos de refugiados a otros o, quizás peor aún, se “establecen” de manera crónica en uno de estos “no lugares” que acaba convirtiéndose en su territorio vital.
Personas o grupos que ven seriamente lastrada la posibilidad de acceder a condiciones de vida dignas que les permitan desplegar todo el potencial que como humanos atesoran.
Personas, en fin, condenadas a una existencia de nómadas forzosos, con escasas posibilidades de mejora, en campos que se acaban convirtiendo en cloacas de la humanidad.
Como dice Bauman (2005), “los inmigrantes encarnan –de manera visible, tangible, corporal- el inarticulado, aunque hiriente y doloroso, presentimiento de la propia desechabilidad”. Molestan porque recuerdan que cualquiera podría acabar en su situación. Como dice el propio Bauman, “refugiados, desplazados, solicitantes de asilo, emigrantes, sin papeles, son todos ellos los residuos de la globalización”. Una visión que alivia las inseguridades que la globalización genera en buena parte de la ciudadanía, con especial intensidad en momentos de deterioro económico como los actuales, como recuerda este mismo autor (Bauman, 2005) al afirmar que “dando vueltas alrededor del globo en busca de sustento y tratando de instalarse allí donde el sustento pueda hallarse, ofrecen un fácil blanco para descargar las ansiedades provocadas por los extendidos temores ante la superfluidad social”. Generan temor porque cualquiera teme poder encontrarse en una situación similar.
Sociedades de acogida, empatía y ética del cuidado
Los países empobrecidos generan un aluvión incesante de personas refugiadas que despueblan sus lugares de origen e intentan encontrar nuevos espacios en los que reconstruir sus vidas. En este proceso, de manera inevitable, proyectan sus miradas, sus expectativas, sus esperanzas, sobre sociedades más prósperas en las que fantasean con encontrar una nueva oportunidad. Si consiguen dejar atrás los campos de refugiados (ese limbo en el que el tiempo se detiene y el calendario se convierte en una mera sucesión de vacíos existenciales), y superan con esfuerzo, capacidad de emprendimiento e imaginación las crecientes barreras (físicas, sociales, culturales, etc.) con las que los países desarrollados se protegen, vagarán por las calles de nuestras ciudades a la busca de oportunidades.
Y aquí entramos ya nosotros, las sociedades de acogida, que pueden adoptar decisiones diversas acerca del modo en el que hacen un hueco para que estas personas, que acumulan tanto sufrimiento, pueden recomponer sus vidas y quizás en el futuro regresar a lo que quede de sus territorios de origen para reencontrarse con los suyos y contribuir a la reconstrucción de sus sociedades y sus culturas. Para ello necesitan que las sociedades en las que se instalen provisionalmente, en lugar de darles la espalda y condenarlas al ostracismo, el gueto y la exclusión, traten con ellas como lo que son: seres humanos en apuros que buscan, a veces desesperadamente, una nueva oportunidad. Y, poniéndonos en su piel, hagamos el enorme esfuerzo de intentar imaginar el calvario que esas personas arrastran y que les ha llevado, en un viaje indeseado, a nuestros parques, a nuestros barrios, a nuestras calles, a nuestras vidas en definitiva.
Y necesitan que, ante ellas, cuestionemos prejuicios y estereotipos injustificados y comprendamos el sentido final de lo que representan: que la humanidad tiene un problema en unos determinados países, y que algunas de las víctimas de esos problemas se acercan a nuestras vidas a pedir apoyo, reconocimiento, solidaridad, cuidado. No son “otros”; no son “ellos”; no son los extraños, forasteros que merodean en torno a nuestras vidas con propósitos inconfesables. Somos nosotros mismos, miembros de la especie humana, que intentan dejar atrás sus infortunadas vidas llamando a las puertas de las casas más acomodadas de los países desarrollados. Ni siquiera vienen, como sería comprensible, a exigir su parte en el reparto mundial de la riqueza del que los habitantes del Norte próspero somos principales beneficiarios (unos más que otros, claro, como es obvio). Vienen a pedir que no cambiemos de acera ante su presencia no solicitada, que no los condenemos a una nueva invisibilidad (la de nómadas sin derechos condenados sine die a un cruel vagabundeo). Necesitan, en definitiva, que nos dejemos llevar por la empatía. Una empatía global, que nos permita reconocer como nuestros los problemas de la humanidad allí donde se presenten, en las personas que los encarnen. Una empatía que nos ayude a reconocer a esas personas como parte de nuestra misma humanidad (la parte, en buena medida, más sufriente; más necesitada, por ende, de apoyo y acompañamiento). Una empatía que nos permita, en definitiva, inspirar nuestros comportamientos en la ética del cuidado, a partir de la aceptación de que, como personas y sociedades más favorecidas, estamos moralmente obligadas a hacer en nuestras vidas un hueco a las personas que lo han perdido todo, incluyendo sus sociedades de pertenencia, y que vagan por el mundo perplejos, desconcertados. Como dice Bauman (2008), “la capacidad de convivencia es así puesta a prueba en la práctica e, imperceptiblemente, nuestros temores a ‘lo desconocido’ comienzan a disiparse. Los aterradores extranjeros resultan ser simplemente seres humanos normales y corrientes que desean las mismas cosas que nosotros y temen lo mismo que nosotros tememos”.
Educar la empatía
Hablamos de empatía no como un rasgo de personalidad genéticamente condicionado. Sabemos por los estudios de la moderna neurología que la existencia de las “neuronas espejo” hablan a favor de un sustrato biológico en la empatía. Sin embargo, más allá de variables de esta naturaleza, sabemos que la empatía es una competencia socioemocional educable. A reconocer a las otras personas, a sintonizar con sus vivencias y ponernos en su lugar, a percibir la realidad desde su perspectiva; en definitiva, a observar el mundo con sus ojos, se aprende. Se trata de una habilidad educable, cuyo desarrollo se encuentra en la base de la solidaridad, de la señalada ética del cuidado, del respeto a aquellas otras personas con las que compartimos humanidad, con las que convivimos, y de cuyos destinos nos sentimos corresponsables. La empatía, como señala Rifkin (2010) como un valor universal, global, que lleva a sentir un vínculo solidario con el resto de la humanidad. En el caso que nos ocupa, con la parte más desfavorecida, las personas refugiadas que se ven, por definición, privadas de la raigambre básica necesaria para una integración social adecuada.
La empatía, también, como modo de completar nuestra visión fragmentaria de la realidad. En palabras de Jahanbegloo (2010), “dado que las diferentes culturas representan diferentes visiones de la vida y captan solo una parte de la totalidad del destino humano, necesitan al otro para comprender la amplitud del sentido de la vida humana”. La empatía, por lo tanto, como una dimensión radicalmente humana, susceptible de favorecer una comunicación plena entre diferentes perspectivas. En palabras del mismo autor (Jahanbegloo, 2007), “la paz en la aldea global exige la búsqueda de un diálogo ilustrado y maduro entre culturas”.
Como hemos comentado, la buena noticia es que la empatía se educa. Niñas, niños y adolescentes, pueden aprender a desarrollar esta competencia imprescindible para el trato con las demás personas. No es una habilidad dada de una vez por todas ante cuyas limitaciones no cabe más que resignarse. Es, por el contrario una destreza susceptible de ser enseñada, de formar parte de la educación de las nuevas generaciones, pudiendo así pasar a formar parte de la cultura ciudadana que nos permite aproximarnos a las otras personas como si fueran parte de nosotros mismos; como si fuéramos partes de ellas mismos; como si unas personas y otras fuéramos, en fin, parte de una misma realidad constitutiva, definitoria, dinámica: la humanidad que nos hacer ser lo que somos, que nos hace ser quiénes somos en tanto que animales sociales; en tanto que seres relacionales. Somos en tanto que compartimos; somos en tanto que colaboramos para la mejora de las condiciones de vida; somos en tanto en cuanto nos ocupamos de nuestros congéneres en situaciones de mayor precariedad. Y en la medida en que así nos definimos, la empatía, el cuidado, la solidaridad, se convierten en señas de nuestra identidad. Rasgos que no solo nos conforman, sino que nos identifican como humanos. Frente al egoísmo que lleva a sentir como ajenas las alegrías y las desgracias de las demás personas, la generosidad empática que lleva a vivir como propios los trayectos vitales de otras personas que forman parte, con nosotros, de nuestro devenir humano; y a quienes, conscientemente o no, debemos buena parte de lo que somos.
La familia, la escuela y cualesquiera otro tipo de espacios con voluntad educativa, son responsables del desarrollo en niñas, niños y adolescentes, de valores y habilidades que pongan la solidaridad y la empatía en primera línea. Solidaridad y empatía que, actuando a modo de guía, nos ayuden a sentir en primera persona las vicisitudes vitales de nuestros contemporáneos, y nos hagan rebelarnos existencialmente contra aquellas situaciones que los cosifican, los despersonalizan y los deshumanizan. En palabras de García Canclini (2004), “la interculturalidad como patrimonio”.Sea cual sea la causa del encuentro entre diferentes, y esté ocasionada por motivos deseados o forzosos, la diversidad humana se da cita en el ágora ciudadano de nuestras calles, y la empatía se convierte en una guía para favorecer el diálogo constructivo entre perspectivas diferentes.
Una muestra de trabajo educativo: “Los nuevos vecinos”
Con estas premisas, la organización social EDEX (http://www.edex.es) dinamiza desde su creación en 1973 programas de promoción de la cultura ciudadana que hacen del empoderamiento personal y social sus señas de identidad. Uno de estos programas de fomento de la cultura ciudadana es el denominado “Los nuevos vecinos” (EDEX, 2012), una iniciativa de educación para la solidaridad intercultural, la empatía y el cuidado, cuyas principales señas de identidad son las siguientes: Naturaleza: “Los nuevos vecinos” es un programa de educación intercultural, contra el racismo y la xenofobia, que trabaja para promover el respeto y el reconocimiento de las demás personas como parte de la especie humana. Pretende educar a las nuevas generaciones para que sean más sensibles a la hora de identificar como propias las vicisitudes de otras personas en apuros. Además de compartir información básica sobre el fenómeno migratorio, fomenta el desarrollo de las competencias que están en la base de la construcción ciudadana, fundamentalmente la empatía
Ámbito de actuación
La escuela como espacio para la formación en valores éticos y competencias ciudadanas.
Escolares con edades comprendidas entre los 11 y los 14 años.
Desarrollo en preadolescentes de competencias adecuadas para asumir de manera positiva y crítica el respeto y el cuidado de las demás personas, sea cual sea la cultura de la que proceden, y sea cual sea el motivo de su desplazamiento.
Las herramientas educativas que este programa pone a disposición de los diversos agentes implicados son las siguientes:
Para el alumnado: Un cómic (http://www.losnuevosvecinos.net/comic/) en el que un grupo de preadolescentes vive diversas experiencias relacionadas con los prejuicios culturales. Se trata de que, a partir de la historia narrada en el cómic, chicos y chicas sean conscientes de las distorsiones cognitivas que condicionan nuestra visió n de la realidad, y que nos llevan a posicionarnos ante ella con miradas sesgadas, parciales, fragmentarias, que a menudo nos inducen a tomar decisiones estereotipadas. Frente a esta manera reduccionista de aproximarse a la realidad, el cómic presenta formas solidarias y empáticas de construir con las demás personas espacios de convivencia.
Para el profesorado: El elemento central está constituido por una batería de Secuencias Didácticas (http://www.losnuevosvecinos.net/secuencias.php) para abordar en el aula este fenómeno. Secuencias Didácticas que pretenden aprovechar la creciente generalización en el aula de las tecnologías de la información y la comunicación para servirse de su potencial educativo. Estas Secuencias Didácticas se basan en criterios pedagógicos abiertos, colaborativos, con los que se pretende contribuir a que el alumnado enriquezca su percepción del fenómeno que nos ocupa: la acogida respetuosa de personas procedentes de otras culturas que se han visto obligadas a desplazarse y que, más allá de situaciones excepcionales, buscan entre nosotros apoyo solidario ante sus desventuras.
Dinámica educativa: Educadoras y educadores encontrarán en “Los nuevos vecinos” una herramienta que permitirá desplegar en el aula los contenidos señalados. A partir de su presentación por el profesorado, serán chicas y chicos los responsables de desarrollar procesos de construcción colaborativa de los valores de empatía, cuidado y solidaridad. Alumnas y alumnos aprenderán a explorar, a dialogar, a debatir, a extraer sus propias conclusiones acerca de un fenómeno, los desplazamientos en busca de refugio, que tiñe la realidad de las escuelas de nuestro país. Escuelas en las que la diversidad es un hecho objetivo que, en lugar de obviar, nos proponemos asumir como materia educativa que ayude a nuestro alumnado a desarrollar un enfoque de ciudadanía global y solidaria.
Conclusiones
La humanidad es, prácticamente desde su origen, una especie en movimiento. Sean unos u otros los motivos, la historia humana está atravesada por un sinfín de desplazamientos que han dado lugar al mestizaje que actualmente nos caracteriza. Vivamos donde vivamos, somos resultado de infinitas combinaciones de rasgos culturales ineparables. Siempre ha sido así; siempre será así. En la actualidad, como consecuencia de una situación de crisis económica global, las personas que se ven en la necesidad de abandonar sus países de origen ven más difícil encontrar acomodo en territorios más prósperos. Pueden encontrar mayores dificultades para abandonar sus países. Pueden caer crónicamente en esos “no lugares” en que pueden convertirse los campos de refugiados. Pueden, finalmente, acceder a zonas del mundo más prósperas a las que, tras múltiples sacrificios, llegan esperanzados en conseguir una nueva oportunidad. Para que este deseo no se frustre, ciudadanas y ciudadanos de los países de acogida necesitamos hacer una apuesta radical por la empatía, el reconocimiento, la solidaridad y, en definitiva, la ética del cuidado. Una ética que, en lugar de despersonalizar a esos “otros” que deambulan en torno a espacios que consideramos nuestros, nos lleve a sentirlos como propios, necesitados circunstancialmente de apoyos especiales. El desarrollo de la empatía en las nuevas generaciones es la base de una apuesta educativa por una ciudadanía global que viva a las personas refugiadas como “vecinos” en apuros de ese territorio global que es la civilización humana de la que todos formamos parte.
Referencias bibliográficas
Augé, M. (1993). Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Barcelona: Gedisa.
Bauman, Z. (2005). Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias. Barcelona: Paidós.
Bauman, Z. (2008). Archipiélago de excepciones. Buenos Aires: Katz Editores.
EDEX. (2012). Los nuevos vecinos. Bilbao: EDEX.
García Canclini, N. (2004). Diferentes, desiguales y desconectados. Mapas de la interculturalidad.Gedisa: Buenos Aires.
Jahanbegloo, R. (2007). Elogio de la diversidad. Barcelona: Arcadia.
Jahanbegloo, R. (2010). La solidaridad de las diferencias. Barcelona: Arcadia.
Maalouf, A. (1999). Identidades asesinas.Madrid: Alianza Editorial.
Moravec, J.W. Edit. (2012). Knowmad society. Minneapolis: Education Futures.
Rifkin, J. (2010). La civilización empática: la carrera hacia una conciencia global en un mundo en crisis. Barcelona: Paidós Ibérica.
Sen, A. (2007). Identidad y violencia. La ilusión del destino. Buenos Aires: Katz Editores.