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Los problemas ambientales son, seguramente, el mejor exponente de este mundo actual en el que todo está interconectado. Nos enfrentamos a problemas como el cambio climático, cuyo origen está en las zonas industrializadas del planeta pero cuyas consecuencias sufre toda la humanidad y, lamentablemente, afectarán con mayor crudeza a los más pobres. Este fenómeno, al igual que otros de gran magnitud (desequilibrios demográficos, pérdida de biodiversidad, problemas de agua y energía…), remiten siempre a la conciencia de pertenencia a un mundo global en el que las consecuencias de las acciones en cualquier parte del planeta repercuten, en un fenómeno sistémico, en la totalidad.
Del mismo modo, el todo se hace presente en las partes y la globalización
y sus impulsores se dejan sentir en los últimos rincones de la Tierra. Comprendemos así que no sólo es que cada parte del mundo influya en el todo sino que el todo permea y condiciona a las partes, a través de la información y de los medios de comunicación, mediante las influencias económicas y sociales, que llegan al último rincón del globo. Vivimos tiempos en que la humanidad y el planeta se nos revelan en su unidad, no sólo física y biosférica, sino también histórica: la de la era planetaria (Morin y Kern, 1993: 43).
Es esencial, por tanto, considerar que el desarrollo humano se produce en coevolución con la Biosfera, y que los resultados de nuestras acciones sobre ella tienen efectos globales, en muchos casos irreversibles. Hemos transitado de un mundo de ciertas seguridades a una sociedad global caracterizada por las incertidumbres. Como ha señalado Beck (1998: 13), vivimos en una sociedad del riesgo, en la que el reverso de la naturaleza socializada es la socialización de las destrucciones de la naturaleza, su transformación en amenazas sociales, económicas y políticas del sistema de la
sociedad mundial superindustrializada.
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La ciudadanía hace referencia a la relación que los individuos establecen con su comunidad, identificándose con ella y sintiéndose parte activa de la misma. Lo esencial es el sentido de pertenencia, un sentimiento que configura una manera de ver el mundo y de situarse en él como sujeto de derechos y deberes (Novo, 2006ª: 373).
La ciudadanía planetaria es una consecuencia inexcusable de esta percepción generalizada de los seres humanos de vivir en un mundo interconectado. Si Gaia, como afirma Lovelock (1989: 80 y ss), es un sistema complejo que se autorregula de forma inteligente, nosotros, como parte de él, debemos contribuir a su equilibrio dinámico y no al deterioro de sus condiciones que son, finalmente, el requisito de nuestra supervivencia como especie. La visión de los astronautas, cuando por primera vez pudieron contemplar la Tierra desde el espacio, ha sido decisiva para configurar este sentimiento de planetariedad.
La idea de ciudadanía planetaria no nace en el vacío. Bebe de las fuentes de la ciudadanía cosmopolita (Cortina, 2003), de la ciudadanía ecológica (Dobson, 2001, 2005) y de la inmensa cantidad de trabajos que, en el plano político y sociológico, han abordado hasta ahora los problemas arriba enunciados. Sin embargo, su característica fundamental es precisamente esa afirmación de la planetariedad como un concepto no solo antropocéntrico sino también ecocéntrico, enraizado en la concepción del ser humano como ser ecodependiente, ser que incluye su entorno en su principio de identidad (Morin, 1984). En este sentido, amplía el concepto de ciudadanía ecológica planteado por Dobson cuando éste afirma que “otra de las características de la ciudadanía ecológica es, desde su punto de vista, su carácter fundamentalmente antropocéntrico y (…) no hay necesidad ni política ni conceptual de expresar esta
relación en términos ecocéntricos” (Dobson, 2005: 53).
Tomado de: Novo, M. y Murga, M. A. (2010). Educación ambiental y ciudadanía planetaria. Revista Eureka sobre Divulgación y Enseñanza de las Ciencias, 7, Nº Extraordinario, 179-186.
Accesible en: http://rodin.uca.es/xmlui/bitstream/handle/10498/8934/1_Novo_Murga_2010.pdf?sequence=1
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