El esfuerzo se convierte en calvario cuando el individuo no desea, no entiende, o no comparte el sentido del contenido que tiene que aprender, ni de la tarea que tiene que realizar.
Ángel I. Pérez Gómez. Universidad de Málaga.
La “pedagogía del esfuerzo”, es decir aquella que sitúa el esfuerzo como prioridad incuestionable en el proceso de aprendizaje, con independencia del sentido y utilidad del objeto de aprendizaje, se acomoda mejor al propósito de adiestrar animales o adoctrinar siervos, formar autómatas obedientes más que a personas autónomas con capacidad de pensar y decidir. La pedagogía del esfuerzo es el caballo de Troya que utiliza la ideología neoconservadora para enseñar a obedecer y a asumir, incluso, un orden social injusto y desigual a favor de las minorías poderosas.
La imposición a todos los estudiantes de un mismo aprendizaje rutinario y memorístico, sin sentido ni utilidad para el aprendiz, requiere evidentemente el esfuerzo incomprendido e indeseado, la motivación extrínseca y la parafernalia didáctica de los sofisticados métodos conductistas que van desde la “letra con sangre entra” hasta las competiciones delirantes, en busca de la recompensa prometida. El esfuerzo se convierte en calvario cuando el individuo no desea, no entiende, o no comparte el sentido del contenido que tiene que aprender, ni de la tarea que tiene que realizar.
El propósito de toda pedagogía humanista es ayudar a que cada uno de los ciudadanos construya una personalidad valiosa, autónoma, solidaria y creativa, cualidades que requieren la implicación voluntaria y entusiasta de los aprendices. Un ingente volumen de investigaciones en neurociencia, psicología y pedagogía coinciden en señalar que las emociones positivas, la motivación intrínseca, los intereses y expectativas de los aprendices así como la creación de contextos sociales de indagación, descubrimiento, cooperación y creatividad constituyen las fuerzas poderosas que implican activamente a los aprendices y conducen a aprendizajes relevantes, duraderos y valiosos.
El aprendizaje que merece la pena provocar es el que capta la atención del aprendiz porque despierta o satisface alguna de sus necesidades e intereses de crecer, descubrir, crear o resolver. Lo que también aprende el aprendiz entusiasta es que la satisfacción más completa y duradera, en cualquier contexto natural o social, exige trabajo, dedicación, esfuerzo, cooperación, búsqueda y constancia. Un esfuerzo, ahora sí, autoimpuesto, querido y entendido como imprescindible, por el aprendiz, para conseguir los propósitos que apasionan su vida, porque la creación anhela también lo difícil, lo oculto, lo lejano, lo insólito, lo que no se encuentra en los caminos trillados, ni en nuestra zona de confort.
En la escuela humanista hay que enseñar y aprender con pasión y placer, el placer de descubrir, convivir y crear.
Tomado de: Cuadernos de Pedagogía, Nº 450, Sección Historias mínimas, Noviembre 2014, Editorial Wolters Kluwer, ISBN-ISSN: 0210-0630
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