La educación ambiental no pueder estar aislada de la dinámica social contemporánea, caracterizada por diversos movimientos sociales de indignación y la emergencia progresiva de una ciudadanía cada vez más consciente de los lazos indisociables entre las realidades sociales y ecológicas y que reivindica una democracia renovada para favorecer el bien común, el “vivir bien”. Este artículo pone el énfasis sobre la doble dimensión política que debe asumir la educación ambiental al señalar la importancia de promover políticas públicas adecuadas para estimular y apoyar iniciativas de formación y aprendizaje ciudadano, al identificar los aspectos esenciales del desarrollo de competencias políticas en el seno de la población. Una dimensión política no puede ser considerada sin aclarar sus lazos estrechos con la dimensión ética y con la dimensión crítica de la educación ambiental, orientándola hacia el desarrollo de una ecociudadanía.
Tres dimensiones claves de un proyecto político pedagógico
La gran complejidad de cada una de estas tres dimensiones —ética, crítica y política— y, más aún, la red de relaciones entre ellas pueden sin duda inducir a un cierto vértigo pedagógico: tal híper complejidad convoca a tareas cognitivas y de interacción social tremendamente exigentes y solicita el compromiso tanto en términos de la acción educativa como en el de la acción social, donde a menudo toma forma. Se trata de dimensiones con riesgos: riesgos pedagógicos y riesgos sociales —pero riesgos que se deben asumir y determinar—. En efecto, no se puede evitar esta intersección, esta zona de reflexividad, cuando estamos preocupados de no atascar la dinámica educativa en los lugares comunes de la reproducción social.
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Las políticas públicas: necesidad y desafíos de un apoyo formal
a la educación ambiental La educación y el medio ambiente son “asuntos públicos”, objetos de gestión colectiva. Corresponden a esferas de interacción social marcadaspor las políticas públicas. Es así como en la confluencia entre estas dos esferas —educación y ambiente—, la educación ambiental puede ser apoyada o abandonada, favorecida o restringida por opciones políticas que influyen sobre su integración en los currículos formales y en las iniciativas de la educación no formal. Estas opciones pueden interpelar, o no, el desarrollo de una cultura ambiental en el seno de las sociedades
y estimular, o no, la participación ciudadana en los asuntos de la “ciudad ecológica”. Por una parte, y es mejor estar conscientes de ello, la educación es una “praxis política”, nos lo recuerda Gutiérrez (2002): ella traduce, apoya o favorece ciertas opciones sociales —comenzando por el sentido mismo de la educación y su función social—. Por otra parte, toda educación es “ambiental”, señala David Orr (1992,p. 149). Por ejemplo, el hecho de excluir de un proyecto educativo la relación con el medio ambiente, sería portador de un mensaje implícito: que ello no tiene importancia. Más allá de una “política de gestión ambiental”de los establecimientos escolares, un proyecto educativo es un proyecto ecopolítico: no se puede ocultar el hecho de que la educación es un poderoso medio de control social.
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Una educación para lo político: hacia una ecociudadanía
Explorar la dimensión política de la educación ambiental —a través de las propuestas formales, la literatura académica y las prácticas— nos conduce también a reconocer la importancia de su contribución al desarrollo de lo que se podría llamar una “competencia política” esencial para el ejercicio de una ecociudadanía. Las políticas públicas no deben constreñir la EA a un proyecto de reproducción de las fuerzas sociales actuales, sino favorecer el desarrollo de una educación que asocie medio ambiente, democracia, justicia y solidaridad. La noción de “competencia política” merecería ser el objeto de una investigación aparte. Por el momento, se puede sin embargo considerar que ella integre los aprendizajes siguientes: un conjunto de saberes —como las estructuras y dinámicas sociopolíticas, las leyes y los reglamentos, los actores y los juegos de poder, las posibilidades de propuestas políticas alternativas, entre otras—, de habilidades —análisis de situaciones, la argumentación, el debate, la implementación de estrategias de acción, y otros— y de actitudes y valores —en particular, el sentimiento de poder-hacer, un querer-hacer, un compromiso personal y colectivo, entre otros—. La competencia se manifiesta entonces en un saber-actuar: saber denunciar, resistir, elegir, proponer, crear. Del consumo de ideas y de productos, la competencia política conduce al ejercicio del papel de actor en la ciudad, lo que supone el desarrollo de la conciencia de esta identidad ecociudadana y el desarrollo de un poder-actuar.
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Tres dimensiones claves de un proyecto político pedagógico
La gran complejidad de cada una de estas tres dimensiones —ética, crítica y política— y, más aún, la red de relaciones entre ellas pueden sin duda inducir a un cierto vértigo pedagógico: tal híper complejidad convoca a tareas cognitivas y de interacción social tremendamente exigentes y solicita el compromiso tanto en términos de la acción educativa como en el de la acción social, donde a menudo toma forma. Se trata de dimensiones con riesgos: riesgos pedagógicos y riesgos sociales —pero riesgos que se deben asumir y determinar—. En efecto, no se puede evitar esta intersección, esta zona de reflexividad, cuando estamos preocupados de no atascar la dinámica educativa en los lugares comunes de la reproducción social.
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Las políticas públicas: necesidad y desafíos de un apoyo formal
a la educación ambiental La educación y el medio ambiente son “asuntos públicos”, objetos de gestión colectiva. Corresponden a esferas de interacción social marcadaspor las políticas públicas. Es así como en la confluencia entre estas dos esferas —educación y ambiente—, la educación ambiental puede ser apoyada o abandonada, favorecida o restringida por opciones políticas que influyen sobre su integración en los currículos formales y en las iniciativas de la educación no formal. Estas opciones pueden interpelar, o no, el desarrollo de una cultura ambiental en el seno de las sociedades
y estimular, o no, la participación ciudadana en los asuntos de la “ciudad ecológica”. Por una parte, y es mejor estar conscientes de ello, la educación es una “praxis política”, nos lo recuerda Gutiérrez (2002): ella traduce, apoya o favorece ciertas opciones sociales —comenzando por el sentido mismo de la educación y su función social—. Por otra parte, toda educación es “ambiental”, señala David Orr (1992,p. 149). Por ejemplo, el hecho de excluir de un proyecto educativo la relación con el medio ambiente, sería portador de un mensaje implícito: que ello no tiene importancia. Más allá de una “política de gestión ambiental”de los establecimientos escolares, un proyecto educativo es un proyecto ecopolítico: no se puede ocultar el hecho de que la educación es un poderoso medio de control social.
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Una educación para lo político: hacia una ecociudadanía
Explorar la dimensión política de la educación ambiental —a través de las propuestas formales, la literatura académica y las prácticas— nos conduce también a reconocer la importancia de su contribución al desarrollo de lo que se podría llamar una “competencia política” esencial para el ejercicio de una ecociudadanía. Las políticas públicas no deben constreñir la EA a un proyecto de reproducción de las fuerzas sociales actuales, sino favorecer el desarrollo de una educación que asocie medio ambiente, democracia, justicia y solidaridad. La noción de “competencia política” merecería ser el objeto de una investigación aparte. Por el momento, se puede sin embargo considerar que ella integre los aprendizajes siguientes: un conjunto de saberes —como las estructuras y dinámicas sociopolíticas, las leyes y los reglamentos, los actores y los juegos de poder, las posibilidades de propuestas políticas alternativas, entre otras—, de habilidades —análisis de situaciones, la argumentación, el debate, la implementación de estrategias de acción, y otros— y de actitudes y valores —en particular, el sentimiento de poder-hacer, un querer-hacer, un compromiso personal y colectivo, entre otros—. La competencia se manifiesta entonces en un saber-actuar: saber denunciar, resistir, elegir, proponer, crear. Del consumo de ideas y de productos, la competencia política conduce al ejercicio del papel de actor en la ciudad, lo que supone el desarrollo de la conciencia de esta identidad ecociudadana y el desarrollo de un poder-actuar.
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SAUVÉ, Lucie. Educación ambiental y ecociudadania. Dimensiones claves de un proyecto político-pedagógico. Revista Científica, [S.l.], n. 18, p. 12 - 23, abr. 2014. ISSN 0124-2253. Disponible en: <http://revistas.udistrital.edu.co/ojs/index.php/revcie/article/view/5558>. Fecha de acceso: 02 sep. 2014.
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