El profesor Francisco Javier Reyes Ruiz (Universidad de Guadalajara, México) escribe en el Boletín del Ceneam de este mes de ostubre de 2013: 31 años de educación ambiental: de la documentación de angustias al necio combate.
La Conferencia internacional sobre educación ambiental realizada en Tbilisi puede percibirse de manera contrastante; por un lado, se considera como un evento fundamental por su relevancia y aportes en la historia de la educación ambiental, por otro, es la muestra de cómo la manera de entender un término llega a imponerse desde los gobiernos y los organismos internacionales sin darle suficiente cabida a posturas teóricas y políticas de movimientos y pensadores críticos frente a los modelos predominantes de desarrollo económico. Pero más allá de apuntar este contraste, en este artículo se identifican y analizan algunas de las estrategias planteadas en Tbilisi para lograr el proceso de consolidación de la educación ambiental tanto a nivel nacional como internacional y, a partir de este reconocimiento, señalar algunos elementos generales que permitan evaluar los avances y pendientes al respecto.
1. MAGIA FUNDACIONAL
Placenta y linaje, la Conferencia de Tbilisi proyecta esa magia (y toda magia tiene mucho de ilusión) de los momentos fundacionales de la esperanza. Posee un pulso magnético que nos atrae con recurrencia. Tbilisi se convirtió, por extrañas razones, en palabra memorable, cuya fuerza se mantiene a pesar de ese desintegrador de huellas que es el tiempo. Así, Tblisi sigue hoy, a 31 años, contribuyendo no sólo a la discusión, sino a trazar itinerarios. Desde entonces, independientemente de cualquier balance, nos ha
crecido la memoria, se nos ha definido el rostro y escudriñamos la realidad con ojos más extensos.
Archipiélago de propuestas, el Informe Final estimuló energías afirmativas que han ayudado a no quedarnos parados en el limbo de la pasividad y la amargura. Nos ha permitido dejar de rumiar los males y ensayar antídotos frente al seductor remolino civilizatorio. Parte de su mérito es que estuvo lejos de ser juglar de catástrofes o heraldo de pesadillas; no invadió el imaginario social con infiernos ecológicos ni propagó nuevos mapas del desamparo universal. Tampoco prometió, y eso no es ventaja menor, que con la educación ambiental se puede arribar a sociedades de tarjeta postal o a una colección de espejismos inútilmente idílicos.
La citada Conferencia se escapó de quedar aterida en el intersticio cómodo que hay entre la vacilación y la angustia. Tuvo en su momento la virtud de mostrar que la educación ambiental había sido casi muda, antes de los años setenta, no por ausencia de ideas ni por carecer de un incipiente edificio de pensamientos propios, sino debido a la falta de tribunas y de reflectores. Tbilisi es un parteaguas que nos da sentido, pero también sentimiento de pertenencia y nos permite palpar, como ducadores ambientales, esas raíces invisibles y reales, desde las cuales venimos creciendo.
Una de las importantes cualidades de Tbilisi es que, me parece, planteó que la educación ambiental debe ser mucho más que una etapa de la historia de la pedagogía; que por encima de ello, sus principios deben convertirse en elementos constitutivos de la condición humana y no quedar sólo como una práctica curricular. Es decir, propone, de manera implícita, que la frontera no es el aparato certificador de la burocracia escolar, sino la vida misma; por la rotunda razón de que esta última es más grande y vasta y es a ella, finalmente, a la que debe rendirle cuentas la educación.
[...]
Tengo la convicción de que estamos aún lejos de escribir epitafios para la educación ambiental o de comenzar a guardar sus cenizas. Pero si ésta cancela la viabilidad de su futuro y abre la puerta del olvido, no será por bulimia teórica y discursiva o porque la realidad aplaste su vértigo de acción; más bien su futuro le será cancelado cuando deje de ser un asunto entrañable para una colectividad de necios. El mundo se tendrá que acostumbrar a contar con nosotros; especialmente si nos aferramos a recorrer esos senderos, unos antiguos y otros nuevos pero siempre palpitantes, donde está la gente que nos hace educadores.
Tomado de: http://www.magrama.gob.es/es/ceneam/articulos-de-opinion/2013-10-reyes-ruiz_tcm7-298885.pdf
La Conferencia internacional sobre educación ambiental realizada en Tbilisi puede percibirse de manera contrastante; por un lado, se considera como un evento fundamental por su relevancia y aportes en la historia de la educación ambiental, por otro, es la muestra de cómo la manera de entender un término llega a imponerse desde los gobiernos y los organismos internacionales sin darle suficiente cabida a posturas teóricas y políticas de movimientos y pensadores críticos frente a los modelos predominantes de desarrollo económico. Pero más allá de apuntar este contraste, en este artículo se identifican y analizan algunas de las estrategias planteadas en Tbilisi para lograr el proceso de consolidación de la educación ambiental tanto a nivel nacional como internacional y, a partir de este reconocimiento, señalar algunos elementos generales que permitan evaluar los avances y pendientes al respecto.
1. MAGIA FUNDACIONAL
Placenta y linaje, la Conferencia de Tbilisi proyecta esa magia (y toda magia tiene mucho de ilusión) de los momentos fundacionales de la esperanza. Posee un pulso magnético que nos atrae con recurrencia. Tbilisi se convirtió, por extrañas razones, en palabra memorable, cuya fuerza se mantiene a pesar de ese desintegrador de huellas que es el tiempo. Así, Tblisi sigue hoy, a 31 años, contribuyendo no sólo a la discusión, sino a trazar itinerarios. Desde entonces, independientemente de cualquier balance, nos ha
crecido la memoria, se nos ha definido el rostro y escudriñamos la realidad con ojos más extensos.
Archipiélago de propuestas, el Informe Final estimuló energías afirmativas que han ayudado a no quedarnos parados en el limbo de la pasividad y la amargura. Nos ha permitido dejar de rumiar los males y ensayar antídotos frente al seductor remolino civilizatorio. Parte de su mérito es que estuvo lejos de ser juglar de catástrofes o heraldo de pesadillas; no invadió el imaginario social con infiernos ecológicos ni propagó nuevos mapas del desamparo universal. Tampoco prometió, y eso no es ventaja menor, que con la educación ambiental se puede arribar a sociedades de tarjeta postal o a una colección de espejismos inútilmente idílicos.
La citada Conferencia se escapó de quedar aterida en el intersticio cómodo que hay entre la vacilación y la angustia. Tuvo en su momento la virtud de mostrar que la educación ambiental había sido casi muda, antes de los años setenta, no por ausencia de ideas ni por carecer de un incipiente edificio de pensamientos propios, sino debido a la falta de tribunas y de reflectores. Tbilisi es un parteaguas que nos da sentido, pero también sentimiento de pertenencia y nos permite palpar, como ducadores ambientales, esas raíces invisibles y reales, desde las cuales venimos creciendo.
Una de las importantes cualidades de Tbilisi es que, me parece, planteó que la educación ambiental debe ser mucho más que una etapa de la historia de la pedagogía; que por encima de ello, sus principios deben convertirse en elementos constitutivos de la condición humana y no quedar sólo como una práctica curricular. Es decir, propone, de manera implícita, que la frontera no es el aparato certificador de la burocracia escolar, sino la vida misma; por la rotunda razón de que esta última es más grande y vasta y es a ella, finalmente, a la que debe rendirle cuentas la educación.
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Tengo la convicción de que estamos aún lejos de escribir epitafios para la educación ambiental o de comenzar a guardar sus cenizas. Pero si ésta cancela la viabilidad de su futuro y abre la puerta del olvido, no será por bulimia teórica y discursiva o porque la realidad aplaste su vértigo de acción; más bien su futuro le será cancelado cuando deje de ser un asunto entrañable para una colectividad de necios. El mundo se tendrá que acostumbrar a contar con nosotros; especialmente si nos aferramos a recorrer esos senderos, unos antiguos y otros nuevos pero siempre palpitantes, donde está la gente que nos hace educadores.
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